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Toda institución se sostiene en una serie de supuestos. Por
ejemplo, la institución escolar necesita suponer que el alumno
llega a la escuela bien alimentado; la institución universitaria
necesita suponer que el estudiante llega sabiendo leer y escribir.
En definitiva, las instituciones necesitan suponer unas marcas previas.
Ocurre que las instituciones presuponen para cada caso un tipo de
sujeto que no es precisamente el que llega. Siempre ocurrió
que lo esperado difiere de lo que se presenta, pero hubo un tiempo
histórico en que la distancia entre la suposición
y la presencia era transitable, tolerable, posible. No parece ser
nuestra situación. Hoy, la distancia entre lo supuesto y
lo que se presenta es abismal. Por su conformación misma,
la institución no puede más que suponer el tipo subjetivo
que la va a habitar; pero actualmente la lógica social no
entrega esa materia humana en las condiciones supuestas por la institución.
En estas condiciones es estratégico distinguir entre las
instituciones y sus agentes. Lo que la institución no puede
el agente institucional lo inventa; lo que la institución
ya no puede suponer el agente institucional lo agrega. Como resultado
de esta dinámica, los agentes quedan afectados y se ven obligados
a inventar una serie de operaciones para habitar las situaciones
institucionales. Si el agente no configura activamente esas operaciones,
las situaciones se vuelven inhabitables. ¿Qué posibilidades
tienen los agentes para, una vez desmontados los supuestos institucionales,
instalar una subjetividad capaz de habitar las situaciones?
Hace algún tiempo, a partir de varias experiencias, construimos
una metáfora para nombrar situaciones en que la subjetividad
supuesta para habitarlas no está forjada: la metáfora
del galpón. Un galpón es un recinto a cuya materialidad
no le suponemos dignidad simbólica. La metáfora del
galpón nos permite nombrar una aglomeración de materia
humana sin una tarea compartida, sin una significación colectiva,
sin una subjetividad capaz común. Un galpón es lo
que queda de la institución cuando no hay sentido institucional:
los ladrillos y un reglamento que está ahí, pero no
se sabe si ordena algo en el interior de esa materialidad. En definitiva,
materia humana con algunas rutinas y el resto a ser inventado por
los agentes. Así como en tiempos del Estado-nación
pasábamos de institución en institución, hoy,
en ausencia de marco institucional previo, se permanece en el galpón
hasta que no se configura activamente una situación. Pero
eso ya no depende de las instituciones sino de sus agentes.
El libro Chicos en banda, de Cristina Corea y Silvia Duschatzky,
fue escrito a partir de una investigación en escuelas marginales
de Córdoba, durante la cual fueron apareciendo situaciones
a las que era difícil dar sentido desde los supuestos institucionales.
Detengámonos en una de ellas para pensar las operaciones
en clave de invención. En una escuela primaria aparece un
problema: muchos chicos van armados a la escuela. De algún
modo, el problema presenta una condición impensable para
la lógica institucional escolar: la condición armado
es incompatible con la condición alumno. Pero el asunto no
termina aquí: en el entorno de la escuela en cuestión,
ir armado es una de las pocas maneras que tienen estos chicos de
llegar enteros a la escuela. No es que el chico entra armado a la
escuela para trasgredir el reglamento o para provocar algo, sino
porque él está armado: el chico no va armado a la
escuela, va a todos lados así, y las paredes de la escuela
no establecen ninguna diferencia. Las paredes de esa escuela no
establecen un interior, por eso es pertinente partir de pensarlas
como paredes de un galpón.
Los chicos se presentan armados, ¿qué se hace con
eso? Armado y alumno son incompatibles, pero sin la condición
de armado el alumno quizás no llega a la escuela. La operación
capaz de instalar algo de escuela en esas condiciones necesita desarmar
a los niños, aunque sea durante su permanencia en el edificio
escuela. Entonces aparece una posibilidad: poner un mueble, un armero
para que los chicos dejen las armas al entrar y las retiren al salir.
Esta operación es muy problemática desde cualquier
punto de vista; sin embargo, configura un interior de la escuela.
Según la investigación, esta escuela se funda desde
el armero y no desde los programas. La posibilidad de que haya escuela
no se funda desde el reglamento o la currícula, sino desde
esta operación que distingue un interior de un exterior.
La escuela no está instituida por sí misma ni tiene
potencia para generar la subjetividad capaz de habitarla. Pero,
a partir de aquí y como resultado de esa intervención
armero, se plantea otro problema: ¿la escuela no se hace
responsable de los chicos afuera? Bien podría aparecer un
periodista y preguntarle al director: “¿Es cierto que
usted reparte a la salida armas a los chicos?”. Gran problema.
Estamos frente a un ejemplo de destitución, pero también
de instalación sobre los restos del naufragio de las instituciones
productoras de la infancia. Ante este tipo de intervenciones, surgen
nuevos problemas.
Ahora bien, bajos los efectos de estas situaciones, es muy difícil
empezar a pensar en clave de dada esta situación y no de
supuesta una situación. Sin duda no se trata de repartir
armas a la salida de las escuelas. El asunto es que, en una situación,
se configura una operación que permite habitarla o emerge
una suposición que impide habitar. Gran diferencia subjetiva
para docentes, padres y todas las figuras de trabajo en torno de
la niñez. En definitiva, la disposición puede ser:
¿suponemos una institución o leemos una situación?
Son dos mundos distintos, bien distintos. Si suponemos cómo
debería ser una escuela, no logramos pensar nada de lo que
hay o de lo que puede haber. Si partimos de una situación
dada, ahí podemos empezar a pensar –con lo que tiene
de indeterminada la tarea de pensar–.
En la modernidad, la usina práctica fundamental de producción
de subjetividad era el Estado, metainstitución que albergaba,
conectaba y volvía compatibles las diversas instituciones.
Y la subjetividad que producía el Estado era la del ciudadano.
Entonces, el ciudadano es una realidad propia de una época
histórica. Ahora, ¿qué es el ciudadano? El
pueblo se compone de ciudadanos; el ciudadano es el átomo
del pueblo. Y el pueblo es soberano; o más precisamente:
de él emana la soberanía, pero no reside en él.
La Constitución argentina es bien clara: “El pueblo
no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes”.
La soberanía emana del pueblo, pero no reside en el pueblo,
sino en los representantes. El ciudadano es un sujeto capaz de hacerse
representar. Y por eso necesita ser sujeto de conciencia.
Pero para forjar un ciudadano se parte de un niño. Y el supuesto
educativo de los Estados nacionales es que el niño es fundamentalmente
inocencia y fragilidad, aunque a veces no parezca que así
sea; y esa inocencia y fragilidad de los niños requiere amparo
–por la fragilidad– y educación –por la
inocencia–. No es aún un sujeto de la conciencia; no
es aún un ciudadano. La infancia como institución
–no los chicos, sino la infancia como institución–,
como representación, como saber, como suposición,
como teoría, es producto de dos instituciones modernas y
estatales destinadas a producir ciudadanos en tanto que sujetos
de la conciencia: la escuela y la familia.
La familia instaura en el niño el principio de legalidad
a través del padre, que encarna la ley, y luego transfiere
hacia la escuela la continuidad de la labor formativa. La escuela
es el aparato productor de conciencia que, según la consigna
de Sarmiento, consiste en educar al soberano. Para ser soberano
hay que estar en pleno ejercicio de la conciencia y las instituciones
son productoras de ese sujeto de la conciencia. Por supuesto que,
a la sombra de ese proceso, generan el inconsciente; pero no es
ése el proyecto. El proyecto es generar un sujeto consciente.
La escuela y la familia instituyen la figura del infante: un futuro
ciudadano inocente y frágil, que aún no es sujeto
de la conciencia y que tiene que ser tutelado pues ahí, en
el origen, está contenido el desarrollo posterior.
Parentesco líquido
Hay una serie de estudios de Michael Foucault sobre la locura
y las prisiones que son interesantes para estudiar los dispositivos
de exclusión. ¿A quién se excluye? En el
mundo moderno, se excluye a quien no dispone de razón,
a quien no tiene la razón sana. El niño es un excluido
radical del universo burgués moderno. En tanto niño
está tan excluido como el loco. Luego se incluirá,
pero cuando ya no sea niño. El niño, en tanto tal,
cuenta sólo como “hombre del mañana”.
Pero la transformación contemporánea transforma
a ese hombre del mañana en un consumidor del hoy –o
un expulsado del consumo de hoy–. La destitución
de las instituciones que producían infancia implica a su
vez una habilitación del presente para los niños.
Estos son puro presente para el mercado: son puro presente de
consumo o puro presente de exclusión, pero no son proyecto
de ciudadanos. La dimensión de futuro es inconcebible para
los mercados actuales. El futuro era el objeto tutelado por el
Estado, pero para el mercado neoliberal es una abstracción
filosófica. En el mercado neoliberal no hay ninguna institución
que genere futuro; el futuro se produce sólo si hay alguna
operación que abra una perspectiva del después.
Para pensar el cambio de lógica, puede resultar útil
simplificar la cuestión en los siguientes términos:
del Estado al mercado. Pero aún sigue siendo complicado
el asunto. Más simple –y más dramático–
es plantear que la lógica de Estado, la lógica de
las instituciones, es la lógica de lo sólido. Lo
sólido es el estado privilegiado de la materia: ser es
ser un sólido. No sabemos por qué hemos privilegiado
un estado de la materia por sobre los otros. En todo caso, por
un motivo u otro solemos llamar ente a lo sólido. A un
líquido “le falta consistencia”, lo vemos como
un sólido disuelto. Y un gas es prácticamente un
chiste, está abandonado por la realidad.
El Estado produce realidad al modo de instituciones: una institución,
otra institución, otra institución son lugares dentro
de un territorio. Hace unos años empezó a hablarse
de flujos de capitales, flujos de imágenes, flujos informáticos.
Bajo dos figuras exquisitas, la inundación y la sequía,
la era neoliberal es la era de la fluidez. El paradigma de “lo
que es” es lo que fluye y no lo que se consolida. La subjetividad
estatal supone que la vida social está asentada sobre la
solidez del territorio. El mercado produce realidad de otro modo:
la subjetividad neoliberal no se asienta sobre lo sólido
del territorio sino sobre la fluidez de los capitales.
Una imagen para plantear esto es la idea de una reversión
del tablero. En la reversión del tablero, el mercado, que
era pensado como un lago interno dentro de la solidez estatal,
ha crecido a tal punto que ha devenido océano, de modo
que el resto de los términos emergentes ahora son islotes
conectados por un medio fluido. Pero además serían
islas flotantes, también movidas por la deriva de ese medio.
En un medio sólido, la conexión entre dos puntos
permanece, a menos que un accidente o un movimiento revolucionario
corte esa atadura. En la fluidez, la conexión entre dos
puntos cualesquiera es siempre contingente: puede no ser. En un
medio fluido, dos puntos cualesquiera –que pueden ser el
padre y el hijo, uno y su puesto de trabajo, el docente y el estudiante–
permanecen juntos porque se han realizado las operaciones pertinentes
para ello, y no porque un andamiaje estructural los encierre en
el mismo espacio. En un medio fluido, cualquier conexión
tiene que ser muy cuidada, no se sostiene en instituciones sino
en operaciones, no tiene garantías; más bien exige
un trabajo permanente de cuidado de los vínculos. Y las
operaciones necesarias para mantener dos puntos conectados tienen
una dificultad adicional: en un medio sólido, si realizamos
una misma acción, producimos un mismo efecto; pero en un
medio que se altera, las operaciones necesarias para permanecer
juntos van cambiando. No por realizar una misma acción
producimos un mismo efecto.
La infancia era una institución sólida porque las
instituciones que la producían eran a su vez sólidas.
Agotada la capacidad instituyente de esas instituciones, tenemos
chicos y no infancia. Nos encontramos con una dispersión
de situaciones para la cual no hay teoría, y parece que
no puede haberla porque las situaciones dispersas se montan sobre
ese fondo de fluidez, es decir, de contingencia permanente. Los
ejes estructurales no tienen ya potencia para aglutinar lo que
consolidaban en su momento, y los agentes de la vida social nos
enfrentamos a la experiencia inédita de forjar cohesión
en un medio fluido.
En un medio fluido hay fuerzas cohesivas. Nunca se llega a la
ligadura estructural del sólido, pero se producen cohesiones.
Llamamos cohesión a un conjunto de partículas que
sostienen entre sí fuerzas de atracción mutua, que
no se consolidan pero que en un medio fluido evitan la dispersión.
La dispersión es la fragmentación, la inconsistencia,
la secuencia enloquecida sin ninguna ligadura; es estar todos
en un mismo recinto, pero ninguno en la misma situación
que otro. En la dispersión hay fragmentos que navegan y,
si no se cohesionan, se chocan. Pero no se cohesionan desde un
continente que les dé forma sino desde alguna operación
que arma un remanso.
En esas condiciones, los vínculos cambian de cualidad,
están sometidos a los encuentros y a los desencuentros.
Para nosotros, la familia está basada en el amor. Una gran
conquista del pensamiento moderno fue la elección del cónyuge
por amor. Y una gran conquista de los movimientos de liberación
femenina, del psicoanálisis, del pensamiento crítico,
fue no sólo elegir esposo o esposa sino, además,
conservarlo o no por amor.
En la Roma antigua, la familia era uno de los pilares de la sociedad;
por eso Cicerón decía que el amor debía quedar
fuera del matrimonio, pues una institución primordial de
la república como el matrimonio no podía estar sometida
al vaivén de las pasiones. Para el pensamiento espartano,
la familia era no la célula básica de la sociedad
sino el núcleo disolvente de la sociedad. La sociedad desconfiaba
de las lealtades familiares.
Las familias se complicaron. Hoy, cuando se le pide a un chico
que dibuje la familia, hay que darle una hoja de gran tamaño
y dejarlo que interrumpa donde le parezca. Las relaciones que
puede dibujar son vínculos difíciles de definir
por el andamiaje estructural del parentesco. En principio, en
las relaciones de parentesco los parientes son vitalicios. Un
primo, un cuñado, son vinculaciones “para siempre”.
Y hermanastros, hijastros, madrastras y padrastros aparecen sólo
por viudez –como en Cenicienta–, pero no se concibe
que coexistan la “ex” relación y la relación
actual. La situación actual, al imponer como condición
que los vínculos de alianza se sostienen en el amor, hace
pulular los “ex” y los “... astros”. Si
un varón tiene una ex hermanastra, que sea una mujer permitida
o prohibida no está determinado. ¿Los ex tíos
políticos siguen siendo tíos? ¿Y el marido
de mi suegra que se peleó con ella es el abuelo de mi hijo
o no? Se arman constelaciones difusas, y es el chico quien elige.
En esa constelación difusa de emparentados, el parentesco
deviene cada vez más electivo. En historia suele distinguirse
entre relaciones de parentesco y sistemas de parentesco. Las relaciones
de parentesco son las relaciones que efectivamente se entablan:
éste hace tal cosa con ése; éste le presta
herramientas a aquél –que es el cuñado–;
éste almuerza con otro –que es el hijo– los
domingos. Lo que determina las relaciones de parentesco es lo
que efectivamente “hacen”. Las prácticas efectivas
son las relaciones de parentesco. Y el sistema de parentesco es
el que clasifica y nomina esas prácticas: éste hace
tal cosa con aquél; a esa relación en el sistema
la llamamos, por ejemplo, tío.
No hay lenguaje de parentesco capaz de designar ciertos vínculos
efectivos. ¿Cómo llamar al nieto del marido de la
madre de uno? Llamarlo “amigo” es encubridor y llamarlo
“pariente” es un caos clasificatorio. Sin embargo
puede haber una relación efectiva de parentesco. No hay
ningún andamiaje estructural que soporte ese vínculo;
se sostiene en prácticas y no en un sistema clasificatorio,
no en una institución. El vínculo se sostiene por
haberse elegido mutuamente, por cuidarse, acompañarse,
no por un anclaje dado de antemano sino porque el haberse encontrado
produce un entorno significativo.
Por más que nos resulte caótica, ésta es
la matriz de los vínculos actuales. Estos son los modos
que adoptan los vínculos por cohesión y no por solidez.
Cuesta un enorme trabajo sostener las situaciones sin instituciones,
y requiere mucho trabajo de pensamiento. Decía una antigua
definición de pensamiento que saber algo es no tener que
pensar en eso. Si uno sabe algo, no tiene que pensarlo: lo supone.
Pero en condiciones de fluidez la suposición es siempre
engañosa.
Pareciera entonces que para pensar la infancia es necesario des-suponer
la infancia y postular que hay chicos. Des-suponer la infancia
significa no pensar a los chicos como “hombres del mañana”
sino como “chicos de hoy”. Y esto significa partir
de que los chicos no están excluidos en estos tiempos de
conmoción social, no están anclados a estructuras
sino que están pensando, tan frágiles, tan desesperados,
tan ocurrentes como cualquiera de nosotros, que tenemos la misma
fragilidad de ellos. En la era de la fluidez hay chicos frágiles
con adultos frágiles, no chicos frágiles con instituciones
de amparo. Y con esas fragilidades estamos trabajosamente tramando
consistencias, tramando cohesiones. La solidez supuesta en un
tercero se desfondó.
Así, las situaciones de infancia pueden pensarse como situaciones
entre dos y no entre tres. Una situación de tres sería,
por ejemplo, un chico, un adulto y el Estado; es decir que no
se vinculan directamente entre sí en la ternura o en los
cuidados mutuos, sino a través de la mediación de
un tercero: la institución familiar o escolar. Pero, si
se supone un tercero en una relación entre dos, el primero
termina abandonando al segundo. De ahí que el trabajo actual
de vincularse sea casi artesanal, y seguramente angustiante. Si
uno dice: “Se supone que el Distrito Escolar debería...”
y opera en base a esa suposición, termina abandonando al
chico y también a uno mismo porque, de ese modo, uno se
constituye como docente, como psicólogo, como padre, supuesto
por una tercera cosa, y no se constituye en el vínculo
con el chico. Destituida la infancia, las situaciones infantiles
se arman entre dos que se piensan, se eligen, se cuidan y se sostienen
mutuamente. Ya no se trata de fragilidad por un lado y solidez
por el otro; somos frágiles por ambos lados.
* Conferencia
en el Hospital Posadas, 18 de septiembre de 2002; incluida en Pedagogía
del aburrido, de próxima aparición (Ed. Paidós). Lewkowicz falleció el 4 de abril pasado, a los 43 años.
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